Martes mitológico. Perséfone.

Demeter, la diosa tierra, vivía apartada de los demás dioses del Olimpo. Esto, sin embargo, no impidió que Zeus pusiera sus ojos, sus dientes, su sexo en ella, fecundándola.

La fértil Demeter dio a luz a una niña, llamada Perséfone. La niña creció y se convirtió en una bella jóven, perseguida por varios jóvenes, humanos, dioses, semidioses. 

Pero como cualquier jóven antes de florecer, Perséfone se mantenía inocente y aislada de cualquier tipo de ofrecimiento. Jugaba con sus amigas, recogían flores, se bañaban desnudas en los arroyos.

Hasta que algo oscuro abrió una grieta y tentó a la bella hacia el abismo.  

Hades, el Señor del inframundo, la tentó con una flor singularmente hermosa, fragante, colorada, palpitante. Ella se acercó hacia el borde. Él, la tomó. 

El rapto fue rápido. Algunos dicen que Zeus fue cómplica. Pero la verdad, la verdad más verdadera, sólo la tienen ellos. 

 Porque las jóvenes suelen sentir el fuego de los abismos, que vibra y quema desde lo más profundo del ser. Pero ya sabemos qué puritanos pueden ser los mitos, que en sus versiones más nuevas van lavando la cara y van volviendo un secuestro lo que fue un paso dado al frente. 

 Hades no era bonito como los jóvenes que la pretendían. No era atlético o agraciado. No contaba con el favor de otros Dioses. Pero era poderoso y conocía bien los abismos, las grietas, las cavidades. Hades la llevó por su mundo, y la volvió Reina del inframundo. 

La besó, mordió su cuello, sus senos. Usó su lengua como un falo que la fue penetrando salvaje y embriagadoramente. Jugó con sus dedos en todos sus pliegues, encontró el punto donde ella misma pudo soltar su poder. Le tocó a él, entonces, replegarse, rendirse ante la hembra ya dueña de sí misma aunque perdida en su placer. Le tocó ser cabalgado por las nalgas más determinadas. 

Una

y otra

y otra vez.