Pero en la
oreja derecha ha surgido ahora un cosquilleo creciente, que rápidamente
gana todo el lóbulo y se contagia al cuello, lo abraza y escala la
oreja izquierda: ella también se ha puesto, íntimamente, a palpitar-moviendo
sus invisibles vellos, abriéndose sedientos sus incontables poros, en
busca de, pidiendo que-y a la nostalgia recalcitrante, a la feroz
melancolía ha sucedido ahora una secreta fiebre, una
difusa aprensión, una desconfianza que toma cuerpo piramidal como un
merengue, un corrosivo miedo. Pero el rostro del teniente Pantoja no lo
revela: escudriña, uno por uno, a los soldados que se disponen a entrar
ordenadamente al almacén de prendas. Pero algo provoca una discreta hilaridad
en esos uniformes de parada que observan allá, en lo alto, donde debía
encontrarse el techo del almacén y se encuentra en cambio la Tribuna de Fiestas
Patrias ¿Está presente el coronel Montes? Sí. ¿El Tigre Collazos? Sí.
¿El general Victoria? Sí. ¿El coronel López López? Sí. Se han puesto a
sonreír sin agresividad, ocultando la boca con los guantes de cuero
marrón, volviendo un poco la cabeza al costado ¿secreteándose? Pero el
teniente Pantoja sabe de qué, por qué, cómo.
No quiere
mirar a los soldados que aguardan el silbato para entrar, recoger las
prendas nuevas y entregar las viejas, porque sospecha, sabe o adivina que
cuando mire, compruebe y positivamente sepa, la señora Leonor lo sabrá y
Pochita también lo sabrá. Pero sus ojos cambian súbitamente
de parecer y auscultan la formación: jajá qué risa, ay qué vergüenza.
Sí, así ha ocurrido. Espesa como sangre fluye la angustia bajo su piel
mientras observa, presa de terror frío, esforzándose por disimular sus
sentimientos, como se han ido, se van redondeando los uniformes de
los reclutas en el pecho, en los hombros, en las caderas, en los
muslos, cómo de las cristinas empiezan a llover cabellos, cómo se
suavizan, endulzan y sonrosan las facciones y cómo las masculinas miradas
se tornan acariciadoras, irónicas, pícaras. Al pánico se ha superpuesto
una sensación de ridículo sediciosa e hiriente. Toma la brusca decisión de jugarse
el todo por el todo y, abombando ligeramente el pecho, ordena: “¡Desabrocharse
las camisas, so carajos!” Pero ya van pasando bajo sus ojos, sueltos los
botones, vacíos los ojales, danzantes las orlas pespuntadas de las camisas, los
huidizos pezones erectos de los números, los balanceantes y alabastrinos, los
mórbidos y terrosos pechos que se columpian al compás de la marcha. Pero ya el
teniente Pantoja encabeza la compañía, la espada en alto, el perfil severo, la
frente noble, los ojos limpios, pateando el asfalto con decisión: un dos, un
dos. Nadie sabe que maldice su suerte. Su dolor es profundo, grande su humillación,
infinita su vergüenza porque tras él, marcando el paso sin marcialidad,
blandamente, como yeguas en el lodo, van los reclutas recién levados que no han
sabido siquiera vendarse los pechos para aplastar las tetas, usar engañadoras
camisas, cortarse los cabellos a los cinco centímetros del reglamento y limarse
las uñas.
Las siente
marchar tras él y adivina: no intentan mimar expresiones viriles, exhiben
agresivamente su condición mujeril, yerguen el busto, quiebran las cinturas,
tiemblan las nalgas y sacuden las largas cabelleras. (Un escalofrío: está a
punto de hacerse pipí en el calzoncillo, la señora Leonor al planchar el
uniforme lo sabría, Pochita al coser el nuevo galón se reiría). Pero ahora hay
que concentrarse cervalmente en el desfile porque cruzan frente a la Tribuna. El Tigre Collazos se
mantiene serio, el general Victoria disimula un bostezo, el coronel López López
asiente comprensivo y hasta jovial, y el trago no sería tan amargo si no
estuvieran también allí, en un rincón, amonestándolo con tristeza, furia y
decepción, los ojos grises del general Scavino.
Ahora ya no le
importa tanto: el hormigueo de las orejas ha recrudecido violentamente y él,
dispuesto a jugarse el todo por el todo, ordena a la compañía “¡Paso ligero!
¡Marchen!” y da el ejemplo. Corre a una cadencia rápida y armoniosa, seguido
por las muelles pisadas cálidas e invitadoras, mientras siente ascender por su cuerpo
una tibieza semejante al vaho de una olla de arroz con pato que sale del fuego.
Pero ahora el teniente Pantoja se ha detenido en seco y tras él la turbadora
compañía. Con un leve sonrojo en las mejillas hace un gesto no muy claro, que,
sin embargo, todos comprenden. Se ha desatado un mecanismo, la deseada
ceremonia ha comenzado. Desfila frente a él la primera sección y es enojoso que
el alférez Porfirio Wong lleve tan
descachalandrado el
uniforme-atina a pensar: “Necesitará reprimenda y aleccionamiento sobre uso de
las prendas”- , pero ya han comenzado los números, al pasar frente a él-que se
mantiene inmóvil e inexpresivo-a desabotonarse la guerrera con rapidez, a
mostrar los fogosos senos, a estirar la mano para pellizcarle con amor el
cuello, los lóbulos, la curva superior y, luego, adelantando-una tras otra,
otro tras uno-la cabeza (él les facilita la operación inclinándose) a
mordisquearle deliciosamente los cantos de las orejas. Una sensación de placer
ávido, de satisfacción animal, de alegría exasperada y tentacular, borran el
miedo, la nostalgia, el ridículo, mientras los reclutas pellizcan, acarician y
mordisquean las orejas del teniente Pantoja. Pero entre los números, algunos
rostros familiares hielan por ráfagas la felicidad con una espina de inquietud:
desancada y grotesca en su uniforme va Leonor Curinchila, y, enarbolando el
estandarte, con brazalete de cabo furriel, viene Chupito, y ahora, cerrando la
última sección-angustia que surte como chorro de petróleo y baña el cuerpo y el
espíritu del teniente Pantoja- un soldado todavía borroso: pero él sabe-han
regresado el miedo irrespirable, el ridículo tormentoso, la embriagadora
melancolía-que bajo las insignias, la cristina, los bolsudos pantalones y la
esmirriada camisa de dril está sollozando la tristísima Pochita. La corneta
desafina groseramente, la señora Leonor le susurra: “Ya está tu arroz con pato,
Pantita.”
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